La Escuela Nº 1 y el recuerdo de mis maestras
“Desde mañana empezás con una maestra particular que te va enseñar a leer y escribir, ahora no podés ir a la escuela porque no tenés edad; el año que viene veremos si te toman examen, y tal vez puedas entrar directo a segundo grado”. Por entonces – hablo de 1941 - había que tener siete años para ingresar a la escuela, y como yo no cumplía ese requisito, mis padres tomaron aquella decisión. Así conocí a la señorita Elsa Opoca, la maestra que me enseñó las primeras letras – y de la que siempre conservé un hermoso recuerdo, no sólo por ser la primera, sino tal vez porque supo contener la timidez e inseguridad de mis seis añitos. Aún tengo presente la larga galería a la que asomaban todas las habitaciones de su vieja casona, situada en Lagos casi esquina Rivadavia, hoy sede de la Escuela Científica Basilio.
La emblemática esquina de Merced y Mitre
Aunque aprendí “un montón” en “particular”, al año siguiente tuve nomás que empezar desde primero, porque según el reglamento no daba mi edad para segundo.
Así llegué a la Escuela Nº 1, donde por entonces, la directora era la señora Rosa Sanchez de Rottini – hermosa mujer aunque muy seriota - y vice la señora Victoria F. de Questroy, alta, canosa, elegante, e igualmente seria y circunspecta. Ambas imponían respeto, como correspondía al ejercicio magisteril de los años cuarenta, en que la de docente era una profesión muy considerada socialmente, más allá de que los chicos no sólo les teníamos respeto: ¡les teníamos miedo a las maestras!.
¡Cómo olvidar a la señora Harper de Cremona, mi maestra de primer grado!. Bajita, regordeta, seria, gritona, muy exigente, como la mayoría de las maestras de entonces; sabía inculcar en sus alumnos un gran sentido de responsabilidad aún a riesgo de infundirnos miedo. Y es cierto, yo siempre le tuve miedo, tal vez por aquella poco feliz circunstancia que tanto me avergonzó: ¡me hice pis en el aula!. Seguro no daría más para haberle solicitado ir al baño en hora de clase, así que cuando ella me respondió que “para ir al baño estaban los recreos”, no pude aguantar y ahí nomás el pis se me escapó; desde mi último banco el líquido empezó a deslizarse hacia adelante y ni bien lo advirtieron mis compañeros empezaron a gritar “Señora, la Sarmiento se meó”. ¡Qué verguenza!, aún me parece sentir el clásico arrebol de mis mejillas, siempre dispuestas a colorearse ante cualquier contratiempo ¡y vaya qué contratiempo!.
En segundo grado estuvimos con “el patito feo”, sobrenombre que le habían puesto - por ser muy narigona - a la señorita María Lucía Parenti. Vivía a metros de la Escuela, y por turno, los chicos acompañábamos al “patito feo” para llevarle los cuadernos. Es cierto, no era linda - por algo se había ganado el mote que tenía - pero era buena, aunque a veces nos gritaba ¡va! ¿qué maestra de antes no era gritona?.
Después pasé a tercero, y la señora Adelaida S. de Urdampilleta – que vivía en Libertad (hoy Estrada) casi esquina Rivadavia - a pesar de la imponencia de su figura, con un cuerpo pesado, una voz gruesa y su tirante pelo canoso recogido en rodete, fue también buenaza y conservo de ella un grato recuerdo.
La que a pesar de su feo nombre - que a los chicos nos llamaba a risa - se lleva el galardón de “más buena”, fue la señora Teodora Lapolla de Astrain, a cuya casa, sita creo en calle Dr. Alem entre Pueyrredón y Mitre o por allí nomás, solíamos ir los alumnos de visita. Tenía un hablar suave y una paciencia a flor de piel. Cómo olvidar aquel día de 1945, cuando la sirena del diario La Opinión (entonces por calle Merced a escasa media cuadra de la escuela) sonó con gran estridencia para anunciar una mala nueva: Argentina había declarado la guerra a Alemania ¡y claro!, a nuestra edad no podíamos saber que aquella decisión había sido casi un acto simbólico, porque la guerra – la segunda guerra mundial - ya casi terminaba. Recuerdo que cuando la palabra guerra cundió en la escuela, todos nos pusimos a llorar como locos, y yo no me quedé atrás. Pero la señora de Astrain, con la suavidad de sus palabras, aquel día contuvo nuestras ansiedades y temores hasta que la calma volvió al aula.
Señorita Dionisia ¡tan linda pero tan injusta!
El inicio de mi quinto grado en 1946 fue para mí muy especial: papá había sido trasladado por Obras Sanitarias de la Nación a Gonzalez Chaves, así que sólo concurrí a la Nº 1 escaso mes y medio. Pero en tan corto lapso cambiamos dos maestras, la primera de ellas, la señorita Dionisia Arribalzaga, dejó en mi un mal recuerdo no olvidado a mis 72 años. ¡Y yo sólo tenía 11 cuando sucedió aquello!.
La cosa fue así: ella apareció el primer día de clase con su guardapolvo tableado adelante y prendido atrás, señal de que era recién egresada; hermosa, suave, la más joven del plantel, así que rápidamente se hizo querer. Dos hermanos mellizos de apellido Murúa, mujer y varón, le dijeron a la señorita Dionisia que alguien anónimo, con voz de mujer, los insultaba por teléfono, algo muy raro entonces, sobre todo por el hecho de que casi nadie tenía teléfono en su casa. También por aquellos días supimos que nuestra angelical maestra no continuaría con nosotros: en pocos días se haría cargo la titular, señorita Erlinda Carenzo, así que el desconsuelo de todos fue enorme, y entonces, como para paliar nuestra pena, Dionisia nos dijo que a modo de despedida nos invitaría a su casa a tomar chocolate.
El último día con nosotros, ella nos anunció que no se iría sin descubrir quien molestaba a los Murúa, así que acudió a un recurso “pedagógico?” muy especial: cada alumno debería pasar al frente, y “aquel o aquella que demostrara nerviosismo o se pusiese colorado, sería el culpable de los llamados anónimos”, eso dijo. Así fuimos pasando al frente donde nos sometía a un interrogatorio nada convencional, razón por la cual algunos chicos terminaban llorando. Cuando me tocó a mí, sentí el calor que coloreó mis mejillas, y ante aquel insólito interrogatorio, sentí también que los ojos se me llenaban de lágrimas, cosa que me sucedía con frecuencia a raíz de mi timidez.
Terminó la tortura y el día escolar sin develarse la incógnita - al menos eso creí yo – y por la tarde, todos iríamos a tomar el chocolate prometido. Noté que al llegar yo todos se callaron y me miraron con curiosidad, pero ingenua como era no me di cuenta de nada, hasta que una compañera se acercó y me dijo: “la maestra nos contó que vos sos la de las llamadas telefónicas porque fuiste la que se puso más colorada al pasar al frente, total, como ya te vas, sabés que no te pueden castigar”.
El mundo se me vino encima: ¡yo... acusada de algo que ni remotamente se me había ocurrido!, que tampoco podría haber hecho al no tener teléfono, y por si fuera poco, señalada ante todos mis compañeros por esa señorita tan “adorable” con la que yo me había encariñado al igual que los demás. No, no podía ser cierto que ella me acusara... pero fue así nomás, y el dolor de la injusticia hizo que de inmediato mis ojos se llenaran de lágrimas; tuve ganas de gritar mi inocencia, pero apenas pude balbucear un “yo no fui”. Me sentí mal, muy mal, y opté por retirarme en silencio mientras iba llorando a moco tendido por la calle; tenía verguenza y a la vez temor de contárselo a mi mamá, así que durante mucho tiempo me tragué el secreto que me marcó tan duro.
Debí concurrir a la escuela unos veinte días más, tiempo suficiente para conocer a la poco simpática señorita Carenzo, pero de la que al menos no recibí ningún trato injusto. En ese lapso empezó a correr la bolilla de que había sido un invento de los mellizos eso de los llamados anónimos, pero yo no pude recuperarme de tamaña injusticia, así que casi fue un alivio mi último día en la Escuela Nº 1.
Me juré que jamás cometería una injusticia semejante
Desde entonces han pasado 60 años pero nunca pude olvidar aquel episodio. ¡Y qué cosa! a pesar del sabor amargo que me dejó, andando los años saqué algo positivo de él: cuando empecé a trabajar, me juré que jamás cometería una injusticia semejante. Estoy en paz, creo haber cumplido con ese mandato: algún tiempo atrás, mis ex alumnos de la Escuela Nacional Nº 55 de Rosario, cuarenta años después de egresados, revolvieron cielo y tierra para localizarme en Rojas – donde vivo - y me homenajearon con un cálido y amoroso recuerdo.
Así que, de alguna manera, puedo decirle también a usted señorita Dionisia, al igual que a todas mis queridas maestras aquí recordadas: ¡Gracias, por lo que me enseñaron, y Gracias por lo que aprendí a través de ustedes!.
¡Ah, lo último! excepto un breve período en la etapa del secundario, nunca más volví a vivir en Pergamino, pero allí tengo gran parte de mi familia, y en especial dos soles que son mis nietos, razón por la cual voy seguido a mi terruño natal, y cada vez que paso por la Escuela Nº 1 siento – de verdad – “que se me ensancha el alma” al recordar a mis viejas maestras.
ADHELMA LEONOR SARMIENTO DE CUESTAS
En Rojas – septiembre de 2006 |